jueves, 27 de noviembre de 2008

Imaginary Erotic Action / 2


La imagen que pueden ver arriba es una fotografía de Aníbal Berlín, buen amigo y mal fotógrafo. No creo que Aníbal se moleste cuando lea esto, pues como él mismo suele decir: “yo estudié derecho, cinco putos años, y en lugar de ser un fotógrafo mediocre hoy podría ser un abogado mediocre; pero en ese caso no me levantaría a las 11 de la mañana, no ganaría tanta pasta y no estaría siempre rodeado de tías buenas”. Más razón que un santo.

Aníbal vive en Phoenix desde hace años y parece que el amor aún se impone a las abrasadoras y constantes calinas de Arizona. Trabaja como free-lance para las versiones americanas de revistas como FHMMaxim Man, y de vez en cuando cuela alguna perla en otras publicaciones menos decorosas como Beach BunnyOver 40! o Leg Show. Hace un tiempo le pedí que, a modo détournement, incluyera la imagen de uno de nuestros libros en alguna de sus fotografías. Hoy Anibal me envía esta imagen y pienso que a los protagonistas de El gesto más radical no terminaría de disgustarles.

R.H.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Pas encore au chapitre des monstres

Desde hace unos años desarrollo una pasión por los diccionarios, los atlas y las enciclopedias. Es una de las cosas que comparto con mi nuevo compañero de piso, Guillermo. Entre mis humildes tesoros cuento un diccionario francés-turco sin fecha de publicación, pero anterior a 1928, año en que el gobierno de Atatürk decretó la sustitución de la grafía árabe por el alfabeto latino (el mejor regalo que me ha hecho mi madre; y me consta que tuvo que despertar al vendedor de un puesto del Gran Bazar de Estambul para comprarlo); la segunda edición del Diccionario Enciclopédico Abreviado de Espasa Calpe con el que estudió mi abuelo; un único tomo —el Spanisch-Deutsch— del Slaby-Grossmann que encontré en un Antiquariat de Kreuzberg; y un Diccionario francés-español de 1895 que me han regalado recientemente mi padre y mi tía.

Pero no sólo me interesan los diccionarios y enciclopedias en sí, sino también sus hacedores. Esos Littré, Larousse, Roget, María Moliner… que acumulan palabras como si tuvieran un proyecto, cuando en realidad sufren un agudo síndrome de Diógenes me fascinan. Ellos recogen conceptos y expresiones de las conversaciones ajenas como otros recogen trastos de las calles. Y las acumulan. La diferencia, creo, estriba en que los hacedores de diccionarios las ordenan escrupulosamente. Pero la obsesión de las palabras les habita, lo prueban la multitud de anécdotas sobre sus vidas según las cuales incluso corrigen la ortografía, la gramática o la pronunciación de aquellos que van a darles muerte o que les han descubierto en compañías y posturas poco nobles. En ninguna situación dejan pasar la deshonra a las palabras.


Me gusta especialmente Buffon. Su Histoire universelle en 36 volúmenes (publicados entre 1749 y 1788) es una obra de arte de la clasificación con la que se enfrentó una y otra vez a los dogmas de la Iglesia y que sólo he podido contemplar gracias a ciertos vendedores de eBay. Buffon tenía un hijo que adoraba a su mujer, y ésta no le correspondía o le correspondía poco y mal: le era infiel. Una tarde, la nuera preguntó a Buffon: «Señor, usted que describe la naturaleza de los hombres y los animales, ¿cómo explica que a aquéllos que más nos quieren sea precisamente a los que menos queremos?». El naturalista contestó, simplemente: «Señora, aún no he llegado al capítulo de los monstruos».
I.A.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Great Falls

"You're going to have all these other mornings in your life when you wake up and nobody'll tell you how to feel", she said very slowly.
 
- "I know that", I said.

Richard Ford, Great Falls



All night dinner (Great Falls, Montana)

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Oshkosh, Wisconsin

Esta semana he vuelto a la lectura de Richard Ford: sin duda alguna, uno de los grandes de la literatura norteamericana actual. El libro llevaba tiempo y tiempo en el limbo de mi mesilla. Tal vez me asustaba su horripilante y tremebunda cubierta, que reproduzco para que no puedan acusarme (¿por qué seguiré usando el tratamiento de usted en este blog?) de ser hombre exagerado. Cubierta tan horripilante y tremebunda, al menos, como el lugar donde compré esta edición de Ford: Oshkosh, Wisconsin.

Visité Oshkosh en un viaje con tintes de road-movie que hice con Irene y Elvira. Recorrimos los estados de Illinois, Iowa, Minnesota y Wisconsin: un enorme maizal confederado donde no existen demasiados “puntos turísticos” y donde todo interés depende estrictamente de la mirada del viajero. Solíamos dormir en moteles donde era difícil desprenderse de la impresión de decorado cinematográfico y cada mañana elegíamos, sin demasiados datos y sobrevalorando a todas luces las virtudes del azar, la ruta del día. Un criterio de peso para cada elección era el nombre de los lugares: la belleza de los nombres. Perseverábamos, como una terna de chimpancés pre-modernos, en la idea de que alguna relación tenía que haber entre las palabras y las cosas. Y una y otra vez metíamos la gamba. Por ejemplo: Cedar Rapids creó en mi cabeza la  maravillosa imagen de un main street repleto de poetas borrachos, jugadores profesionales de poker y rubias severamente permanentadas; al llegar a aquella ciudad encontramos un lugar anodino y, para colmo, desertado y anegado tras el dramático desbordamiento del río Mississippi. De forma parecida Oshkosh nos prometía algo salvaje, genuino, frondoso, antiguo, ajeno.

Tras un breve paseo por la calles de Oshkosh localizamos una librería y nos faltó tiempo para refugiarnos allí de la melancólica mediocridad de la ciudad. Al fondo de la librería, por lo demás vulgar, un grupo de lugareñas que rondaban de media los cuarenta mantenía una suerte de tertulia literaria: imagen aterradora –espero que sepan comprenderme- que traté de obviar pero de la que a duras penas conseguí recuperarme. Ni siquiera quise saber qué libro comentaban, aunque no sé por qué imaginé que sería Las cenizas de Ángela  de Frank McCourt. Entonces, como un milagro, encontré en uno de los estantes el libro de Richard Ford que leo estos días. Salimos pitando de la librería y ni siquiera llegamos a pensar en buscar un café donde echarle un primer vistazo al libro. Regresamos directos al coche y huimos de Oshkosh como si previéramos que allí estaba por acaecer un desastre comparable a aquél cuyas huellas encontramos en los barrios enlodados y fantasmales de Cedar Rapids.

Al terminar de leer el libro de Richard Ford me topo en la última página, blanca y de cortesía, con un sello: Apple Blossom Books, Oshkosh. El nuevo encuentro con esta palabra remueve mi curiosidad y se me ocurre buscar algo en google sobre el origen de la ciudad y su nombre. Me entero de que la ciudad honra al Jefe Oshkosh de los indios Menominee. Leo que este hombre fue el responsable de la venta a los Estados Unidos de las tierras de su pueblo -4,2 millones de acres- a cambio de 620.000 dólares y unos terrenos cerca Crow Wing River destinados a la creación de una reserva. También leo, en otra página, que años después el Jefe Oshkosh afirmó que la venta se había realizado bajo presión. Al parece terminó convertido en un alcohólico, atesorando casi doscientos kilos de carne podrida por el arrepentimiento y perdiendo la vida en una pelea de borrachos, el 29 de Agosto de 1858. Pienso ahora que tal vez la ciudad de Oshkosh no sea tan distinta de la historia del Jefe Oshkosh y que tal vez, aunque sea de forma secreta y esquiva, las palabras sigan de algún modo ligadas a las cosas.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Vila-Matas en Oostende

¿Cuándo comienza algo? ¿En qué momento se pone en marcha una historia, un argumento, una intriga, cualquiera que sea?

Vila-Matas reflexiona sobre ello brevemente en su último libro, Dietario voluble. Se pregunta, por ejemplo, cuándo comienza un viaje: tal vez empiece al facturar la maleta, pero es más probable aún que fuese al hacerla o quizá incluso en el momento en que compramos el billete o cuando nos quedamos dormidos y soñamos que volamos. Curiosamente, leo esas líneas en un avión, en un avión que me devuelve a mi lugar de origen y que, por tanto, cierra, concluye un viaje. Es un viaje que probablemente empiece una historia, otra historia cuyo comienzo es sin embargo también impreciso, cuándo, de nuevo, en qué momento.


La gestación, los nueve meses, los días, el tiempo que pasa y algo va creciendo. En una de las escalas de este último viaje, en la playa de Oostende, bajo un pórtico con vistas al Mar del Norte, yo también reflexioné sobre los comienzos de Errata naturae, cuándo, de nuevo, en qué momento. Recuerdo, al principio, algo así como una curiosidad, la recepción incrédula de una idea de mi socio: ¿y si…? Me parece que durante mucho tiempo para mí la pregunta no llegó a tomar forma completamente, que tardó mucho en llegar a ser: ¿Y si montamos una editorial? Me recuerdo sentada en la cama, a más de 7000 kilómetros de distancia de Madrid, en mi pequeño y caluroso zulo martiniqués. Y deben saber que el calor me impone una mayor distancia ante las cosas, una pesantez que me impide tomármelas plenamente en serio, que no les permite instalarse con seriedad en mi cerebro. Tal vez por eso fueron necesarias muchas conversaciones telefónicas, ese hilo que nos unía en la distancia, a pesar del mar, de tanto mar. La gestación. Y luego vino otro avión, otro avión de vuelta. Y el aeropuerto, y el nacimiento, y nuestros monstruos y nuestros libros.

I.A.