sábado, 18 de octubre de 2008

Sobre el destino

Hacía varios días ya que se me había colado en la cabeza, con tintes de presagio y de catástrofe, la frasecita de Samuel Beckett:

        “Algo está siguiendo su curso”.

Instigado por el irlandés, agarré el volumen que contiene el discurso Sobre el destino de Cicerón, pensando que tal vez allí se dijese algo interesante sobre ese otro “algo”. Había comprado el libro meses atrás pero hasta hoy no había llegado ni siquiera a echarle un vistazo, de modo que retiré el plástico que lo envolvía –o “condón”, según la jerga libresca que me enseña mi amiga Ángela- y hojeé las páginas buscando el comienzo del texto. Lo que encontré, sin embargo, fue un cadáver. Lo reproduzco en la siguiente imagen, a media altura y a la derecha del texto.





¿Cómo llegó la criaturilla insectil a hallar la muerte en este pasaje ciceroniano? Lo ignoro. En cualquier caso, la sospecha habitual de que comprar un libro es tanto como llevarse a casa un féretro se convirtió en una intuición objetiva. No me quedó más remedio que tomar al bicho por un auspicio y me dispuse a leer el fragmento que señalaban sus restos como si de la admonición de una sibila se tratara:

 

“Dijo que Sócrates era estúpido y lerdo, porque no tenía hundidos los hoyos de la clavícula; decía que tenía esas partes obstruidas y cerradas; añadió también que era un mujeriego, ante lo que -según se dice- Alcibíades sufrió un ataque se risa”.

 

         Tras unos minutos ante el espejo a mí tampoco me aparecen los jodidos hoyos por ningún lado y tengo mis dudas sobre la posición real que ocupa la clavícula en mi cuerpo. Sin perder la esperanza, intento hallar en la segunda parte del fragmento señalado por el mosquito, allí donde Alcibíades se ríe de la incompatibilidad entre el sabio y las bondades de la mujeres, el mensaje cifrado que el texto, sin duda, me ofrece. Me enfrasco en nuevas cavilaciones y trató, una vez más y como siempre en vano, de situarme a mí mismo entre los polos arquetipos del filósofo y del erotómano. Pienso, como tantas otras veces, en la paradójica aliteración de la ascesis y el exceso que, los pocos que me conocen bien, saben que me define tanto como me deshace. Veo desfilar no sólo a Sócrates, sino también, y sin orden alguno, a Epicuro, a Pasolini, a Deleuze, a Séneca y a Restif de la Bretonne. Entro en barrena, para variar. Y de repente, sintiéndome aún más inútil, caigo en la cuenta de mi error: me doy cuenta de que Alcibíades no se reía de la flagrante incompatibilidad entre el destino del sabio y los placeres de nuestras Venus, sino del hecho de que a Sócrates, para desgracia de la pobre y temperamental Jantipa, le gustaran más los nabos que las chirlas (excuse my French). Me río a gusto de mí mismo durante un buen rato, para desconcierto y alarma de Bergman, mi perro, y veo cómo, a medida que se relaja la mandíbula, lo que sea que esté siguiendo su curso empieza a importarme un poco menos.  


R.H.

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